Alberto Fernández, el superhéroe de la mediocridad

El Judas borgiano que acepta su posteridad infame

La reaparición reciente de Alberto Fernández en los talkshows peronistas es un evento menor que reviste, sin embargo, un encanto particular. No sólo por el talento excepcional con el que Alberto miente y a la vez carga el sayo de la verdad (la derrota inocultable), ni por cómo el gris violáceo que se desprende de sus ojos transmite el tinte exacto de la sombra occisa de su alma. Alberto porta el peronismo en su piso histórico como quien lleva un abrigo espectacular, algo que lo abriga, lo cobija y le otorga una forma.

En el programa Domingbord, Alberto es recibido por el carismático anfitrión Tomás Rebord, que deja que el expresidente se deslice cómodamente dentro de su versión del mundo. El tono cambia cuando Alberto es enfrentado por dos muchachones con los brazos tatuados y camisas negras adornadas con retazos de leopardo. Ese toque de piel animal, camicie nere y tattoos completan genialmente el tribunal de la tribu peronista, los jóvenes guerreros que exigen explicaciones a su último cacique. Se los ve corpulentos, bien alimentados pero, sin embargo, vulnerables detrás de sus anteojos negros. No pueden sacarse las gafas: deben enceguecerse un poco, deben proteger sus retinas del aura venenosa que emana de Alberto.

Profesor de Derecho, Alberto sabe que comparece ante el juzgado de los jóvenes, esos que le hicieron fuck you masivo al peronismo en la última elección. Sabe que se lo acusa de haber quemado toda bandera cool que ostentaba su partido, y que quizás lo único medianamente cool que le queda al peronismo es ese talkshow. ¿Qué les queda a los pobres militantes, componer églogas al encanto tumbero de la tobillera electrónica de Cristina? ¿Hacerle los jingles a Ofelia, comentar el desenfado de su manicura? Rebord es el equivalente del “Gordo Dan” sin masa muscular, como el período de vacas flacas ideológicas que atraviesa el peronismo. Ambos shows, La misa de Dan y el show de Rebord dependen de la misma productora, que distribuye las ideologías como quien reparte sabores de helados a su audiencia: Chocolate Peronchino y Crema de Fuerzas del Cielo.

La explicación de Alberto Fernández sobre el video con Tamara Pettinato
La explicación de Alberto Fernández sobre el video con Tamara Pettinato

Cercado por los guerreros tatuados, Alberto sopesa tranquilo los crípticos aciertos de su administración, y arremete: “es muy difícil que estos aciertos se vean cuando dentro de la propia fuerza viven diciendo que estos aciertos no existieron”. No es un toro cansado; no perdió un ápice de la agresividad con la que lo vimos embestir a un jubilado, y que acaso experimentara el cuerpo de su exesposa, como ella lo acusa. Como quien envía un mensaje mafioso, Alberto les clava los ojos en las gafas negras y asegura que él tiene mucho para decir, pero que no va a hablar ahora porque es un verdadero peronista. Alberto no vino a dar explicaciones sino a mostrar que no es un rey desposeído, y lo que vemos es precisamente un hombre que, inexplicablemente, conserva un inefable poder.

Alberto no ve hasta qué punto los militantes lo ven como un asesino serial de la épica peroncha, el verdadero eje existencial de un partido político reducido a la producción de textos, relatos, comentarios y programas como ése, carente a todas luces de voluntad o capacidad concreta para cambiar la realidad. Pero Alberto siente que debe dar una mano para rearmar los relatos, entonces explica que, en realidad, su video hot con Tamara Pettinato estaba destinado a un periodista que lo había criticado ese mismo día. El espectáculo que brinda Alberto va más allá del placer que nos puede producir el horror moral ajeno, porque Alberto siempre sube la apuesta. No es un mero caradura; es casi lo contrario.

Alberto es un superhéroe de la mediocridad: la eleva, la vuelve sublime. Su piel es una superficie perfectamente viscosa que repele; nada puede rozarlo, nada choca contra él, todo se disuelve como ante un ácido. Es impensable para él reconocer un error, un problema o el desastre: todo ha sido una conjura en su contra. A diferencia del estilo paranoico de Cristina, que hizo de la conspiración contra ella un edificio desmesurado y colosal, en Alberto el complot es más bien meteorológico. La sequía, la pandemia, la guerra de Ucrania: todo conspiró contra su don, todo invisibilizó sus logros. Le tocó mal tiempo, y eso bastó para convertirlo en el peor presidente de la democracia. Pero él sigue como la canción que compuso en pandemia: Si me pierdo, yo me encuentro/ si me caigo, me levanto. Vale la pena googlear el video de su canción, donde se ven figuras del peronismo amordazadas con sus barbijos.

FILE - Argentinian President Alberto Fernandez and his wife, Fabiola Yáñez, arrive for a dinner at the Getty Villa during the Summit of the Americas in Los Angeles, June 9, 2022. (AP Photo/Jae C. Hong, File)

Pero acaso lo que mejor capta la esencia de Alberto es una intuición que me desliza en un chat Gonzalo Garcés, mientras comentamos sus investigaciones bíblicas: como el Judas de Borges, Alberto es el secreto mesías que acepta su posteridad infame. En “Tres versiones de Judas”, Jorge Luis Borges imagina un teólogo sueco que vindica en Judas un rol esencial: Judas traiciona a Jesús como un acto extremo, renunciando a la gloria de ser un discípulo fiel. Judas es el redentor auténtico: la Cabra pura, el más grande de todos. Dios se encarna eligiendo la forma más baja y despreciable, y así su sacrificio es mayor, porque incluye la infamia eterna.

Alberto hunde al peronismo pero se ata a él; se regodea en su infamia, la vuelve su elemento natural. Acepta su rol de exterminador del kirchnerismo y desfila ante nuestros ojos para que el pavor se propague in extenso, para que no podamos dejar de verlo. Acaso, la destrucción interior del peronismo fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía del evangelio, es decir, de la historia argentina. Alberto no sólo encarna la infamia: no puede evitar alimentarla. Payador desde sus comienzos, Alberto nunca salió del café concert donde buscaba entretener a quien le siguiera el apunte; es un artista del hambre que siempre fue fiel a sí mismo. Es un problema del peronismo, y no suyo, haberle regalado que su audiencia fuera un país entero.

Por Pola Oloixarac
Fuente: La Nación