Diego Cabot
Artículo publicado originalmente en La Nación
Hay un servicio público que no se puede cortar, y eso, quizás, lo haga el más particular de todos. El agua, de por sí esencial, no se puede cerrar a cero como sí sucede con el gas y con la electricidad. Esa particularidad, pero, sobre todo, la billetera que tenía Malena Galmarini, la presidenta de Aysa hasta que terminó el gobierno de Alberto Fernández, alumbró una empresa que no tenía entre sus prioridades cobrar la tarifa. Dicho de otro modo: era una fiesta de gasto, obras, negociaciones con municipios y subsidios.
En poco más de seis meses, apalancado en un fuerte aumento de las tarifas y en un ajuste interno, los números se equilibraron, al punto que ya se empezaron a dibujar los trazos gruesos de una privatización parcial que se daría en el primer semestre del año próximo.
En resumen, hay cuatro pilares en los que se sostiene el plan. En principio, aumento de tarifas, que ya se realizó, que recompuso la ecuación financiera; y, segundo, racionalización de los gastos, con reducción de personal y renegociación de algunos contratos.
Finalmente, aquel esquema se completa con una mejora en la facturación para poder cobrar más a algunos usuarios importantes o morosos que acumulan mucha deuda, y el desprendimiento de la gran mayoría de la obra pública que realizaba y que fue uno de los íconos de la gestión Galmarini.
La excepción será la mega obra que la empresa realiza en la cuenca del Riachuelo, con financiamiento del Banco Mundial. Planea terminarla en poco tiempo y seguirá en manos de la empresa estatal.
Con estos cuatro puntos alineados, empezará el camino hacia la privatización. En los escritorios de la empresa, que maneja Alejo Maxit, preparan dos borradores. “El Presidente [Javier Milei] será el que decida qué hacer”, dice el número uno de la compañía. El primero es más rápido. Se trata de ofrecer al mercado un porcentaje de las acciones que actualmente tiene el Estado. Es decir, del 90% del paquete accionario que es del Tesoro –el restante 10% es de los trabajadores– dejar correr en la Bolsa local alrededor de 30%, cuestión de no perder la mayoría. Si se trata de mantener el control, ese paquete accionario destinado a que lo suscriban los privados no podría superar el 39%.
La otra opción es vender el activo mediante una licitación pública, algo así como una privatización de una parte. En ese caso, ya no habrá inversores que suscriban a precios de mercado, sino un grupo que decida si quiere ser socio del Estado y ofrezca un precio por ese paquete en una licitación pública.
Claro que semejante operación requiere que se consolide el contrato de concesión como para conocer una cuestión básica: qué se vende. El marco regulatorio es vital, ya que es, ni más ni menos, la delimitación de los derechos y las obligaciones que tiene la empresa sobre el servicio público, así como también el esquema de actualización tarifaria y de prestación de servicios, entre otras muchas cosas que allí se asientan.
Un asterisco: Aysa se mantiene con un esquema rudimentario, con un convenio que no delimita cuestiones esenciales de la relación. Ese contrato es absolutamente insuficiente para atraer al capital privado. En eso también se trabaja.
La cuestión tarifaria no es menor. A diferencia de los otros servicios públicos, Aysa pudo lo que nadie en el mundo de los regulados locales: en apenas seis meses, logró que lo que pagan los usuarios remunere el 100% del servicio. Es decir, lo que se recauda se empalmó perfectamente con los gastos operativos. De acuerdo con datos oficiales del Ministerio de Economía, la empresa tuvo ingresos en el primer trimestre por $75.537 millones. Sólo para ponerlo en perspectiva: durante todo 2023 recaudó de los usuarios $145.391,6 millones.
Subir las tarifas trajo aparejado dos consecuencias. La primera es que ya empezó a crecer la morosidad que, según comentan en la empresa pública, llegó a un rango que preocupa: 15%. La firma enfrenta una particularidad: como se dijo, el agua no se puede cortar, ya que regulatoriamente no está permitido. Puede, eso sí, poner una válvula y bajar la presión, pero nunca cortar. Es decir, para percibir el pago de los usuarios que tengan deuda no tiene más que intimar, negociar, ofrecer planes de pago o, finalmente, acudir a la Justicia. Ese músculo no estaba ejercitado en la gestión Galmarini.
La segunda consecuencia tiene que ver con el servicio. El punto es que cuando se paga poco, se exige poco. No es el caso ahora que la tarifa ya empieza a pesar en la canasta de impuestos y tasas que una familia destina a los servicios públicos cada mes. Entonces, crecieron con fuerza los reclamos que, básicamente, tienen dos ejes: pérdidas y falta de presión.
Más allá de la mejora en la recaudación, la prestadora de servicios empezó a trabajar en los gastos. Por caso, renegoció algunos contratos e inició un plan de ajuste de su personal. Siempre según datos oficiales, el total de la planta de empleados ascendía a fines de enero a 7690, de los cuales 46 son ejecutivos, 4346 técnicos y profesionales, 714 administrativos y 2584 en la categoría “obreros y maestranza”.
De acuerdo con lo que informó Ignacio Grimaldi en LA NACION, desde entonces Aysa redujo su plantel en 1200 personas que adhirieron al retiro voluntario. Desde la empresa informaron que recibió $36.000 millones para financiar las salidas de esos empleados. En consecuencia, el promedio fue de $30 millones por cada uno de los que dejaron la compañía.
Adiós a la obra pública
Una de las medidas más importantes que se tomarán será la erradicación de la obra pública del mundo de la empresa. Maxit dice que todas las compañías similares no se ocupan de expandir la red, sino que la administran. Si los planes avanzan, ese será un territorio de los Estados (nacional, provincial o municipal) y de los usuarios. De hecho, miran con nostalgia aquellos momentos, sobre todo en la década del 80, cuando los frentistas financiaban la obra.
Por ahora, ya empezaron las conversaciones con los municipios para entregar todos los paquetes de mejoras que negociaba, con alma de artesana política, la anterior gestión de Galmarini. De hecho, esa posibilidad de entregar proyectos de expansión fue el gran atractivo que tuvo la empresa para trazar la trama de apoyos que negoció el matrimonio Massa/Galmarini para sus candidaturas. Nadie se atreve a repasar con cuidado el paquete de obras que financió la gestión anterior en Tigre, distrito que finalmente le dio la espalda a la excandidata a intendenta.
A propósito de Tigre y su zona de influencia: la compañía está dispuesta a aumentar y mejorar su facturación. Es decir, vender el agua y cobrarla lo que vale a todos, especialmente a grandes usuarios. Entre ellos están los countries y, particularmente, Nordelta.
Aysa le vende al desarrollo el litro de agua mucho más barato que lo que le factura a un usuario de un barrio de alto poder adquisitivo de la Ciudad. Se terminó ese tiempo de oferta y en pocos días llegará al administrador del country una factura con un aumento que rondará entre el 70% y el 80%, cuestión de equiparar los precios.
En el otro extremo, también apuntará al sector con menos ingresos. Por caso, el Barrio 31, ubicado en los terrenos de la zona de Retiro, no paga el agua. Ahora bien, varios de los terrenos tienen un dueño como alguna agencia del Estado o YPF, por caso, que es titular de una porción de esa tierra. Llegarán facturas a estos propietarios con un cálculo de metros cuadrados, algo similar a lo que le sucede a cualquier consorcista.
Claro que los planes se hacen en escritorios y se enuncian con solvencia. La Argentina, la política, los gremios y la falta de incentivos a las inversiones se encargarán de hacer lo suyo. Pero, si aquellos planes se consolidan y se encaminan, en pocos meses Aysa podría ser la primera en abrirse al capital privado.