La primera tentación para explicar por qué una persona toma una foto desaconsejada es remitirla a otras tantas fotos filtradas de personas públicas en su último momento terrenal. La imagen de Ricardo Balbín en el hospital, por mencionar la que marcó la jurisprudencia sobre fotografía y privacidad, no contenía al fotógrafo. Esta de Diego Maradona difunto que circuló en las redes, tiene la huella de la cultura selfie, que entiende que es un derecho irrenunciable incluirse en la instantánea del momento. Aquella que le valió un juicio a Editorial Atlántida se tomó en 1981, cuando el futbolista era una promesa. Esta imagen del ídolo en el final fue capturada cuarenta años después, como una selfie ocasional, que recuerda que la fotografía se ha convertido en el GPS de nuestra importancia, ese que intenta registrar una vida archivando coordenadas. Con quién estuvimos, dónde, qué habíamos comido. Nuestra identidad se define, más que nunca, por nuestras circunstancias.
Nacidas de una de las personas más fotografiadas del planeta desde antes de que existieran los móviles, las hijas de Maradona extremaron el celo para que no ocurriera lo que ocurrió con las fotos en la funeraria. Denegaron el acceso con móviles a la autopsia, solicitaron desalojar los balcones de la Casa Rosada de donde podían tomarse imágenes del velatorio, impidieron todo lo que pudieron que volaran los drones en la última ceremonia. No se puede entender la tensión entre organizadores y deudos que se filtró del funeral sin comprender que respondía a dos actitudes antagónicas: la de las celebridades hastiadas de los flashes, por un lado, frente a una política que no duda en poner en riesgo su frágil equilibrio institucional con tal de generar un momento fotografiable.
Con el antecedente de un ataúd presidencial que se convirtió en símbolo una imagen cenital de la viuda acariciando el lienzo mortuorio, se intentó reconstruir el ensueño al proponer a la cámara el cajón con otras banderas, pero los mismos pañuelos. La premura con que los departamentos de prensa oficiales distribuyeron las fotografías de los líderes políticos saludando al líder popular delata la decisión de mostrarse ya no como un deudo más sino como el anfitrión de las pompas fúnebres. La selfie del presidente con la multitud que esperaba ingresar a la sala revela que ni el más poderoso resiste la tentación de tomarse la foto del «miren-con-quien-estoy».
El esfuerzo de la familia por controlar las imágenes resultó, también por estas imágenes, infructuoso. Es que en estos tiempos no hay prevención que pueda disuadirnos de tomar la instantánea que convierte a las memorias del teléfono en el cementerio de momentos en el que intentamos demorar lo inevitable. No en vano, un ritual de despedida de millones fue recuperar y publicar aquella fotografía que algunos privilegiados se habían tomado con el Diego en vida. En esa maraña de momentos mundialistas, casi no hubo lugar para colar aquellas fotos inconvenientes que podían empañar el tono solemne y glorificador de la necrológica global. Hasta que apareció la única imagen testimonial del ídolo mortal.
Vivimos tiempos en donde las imágenes ya no son de nadie. Ni siquiera de sus dueños. La información circula frenética en un supermercado global donde se ofrece en abundancia y, la mayoría de las veces, sin cargo para el consumidor. Después de una jornada donde las imágenes canónicas del ídolo popular atiborraron las pantallas, la multiplicación exponencial de la foto del deportista vigoroso, el campeón besando la copa, terminó por depreciarla. La solemnidad que adoptaron los medios los llevó a recordar aquel hombre excepcional que, a juzgar por sus últimos años, hacía bastante que había pasado a la inmortalidad. En este contexto de oferta infinita, el bien escaso, ese que se escatima, es el que súbitamente adquiere valor. La prohibición de imágenes no hizo más que aumentar el valor de la presa. No por acaso persiste la metáfora de la cacería para la fotografía, que sigue capturando imágenes con disparos dirigidos con mira telescópica. Lo que antes hacían los paparazzi con astucia, hoy queda para torpes cazadores sin experiencia.
Por: Adriana Amado (La Nación)
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