El 1 de marzo de 1966 el boxeo argentino dio un gran golpe. Horacio Accavallo le ganó por puntos al japonés Katsuyoshi Takayama en Tokio y se quedó con el título mundial de la categoría mosca. A los 31 años tocó el cielo con las manos. Ese triunfo le dio fama y riqueza. Ese triunfo le dio lo que jamás había tenido. El humilde origen de la familia afincada en Villa Diamante, un punto del partido de Lanús abofeteado por la pobreza, lo obligó a hacer de todo para ganarse el pan de cada día. Fue un buscavidas. Fue el buscavidas campeón del mundo.
“Como ciruja empecé a eso de los 14 años. Tenía un carro y un caballo. Compraba y vendía de todo: fierros viejos, botellas colchones, muebles, trapos, diarios. Andaba por la Lagunita, cerca de La Salada, y todos los días cruzaba con el carrito el Puente Alsina para ir a comprar y vender cosas. ¿Vos sabés lo que es dormir boca arriba sobre la mercadería, en el carro, mirando el cielo, esperando al día siguiente para seguir trabajando? Después me dicen que el boxeo es duro…”. Con esta crudeza el propio Accavallo relató en las páginas de El Gráfico la etapa más dura de su existencia.
“Antes de ser boxeador fui cirquero. Las dos cosas tienen algo en común: son hambre. Era trapecista y faquir. Durante seis años pasé por varios circos como el Sudamericano, Delta, los Hermanos Rivero… Cuando ya tiraba guantes se me ocurrió hacer doble función. Entonces, los domingos a la tarde, actuaba primero en el trapecio y después me mandaba un fin de fiesta peleando a cinco rounds. Era una forma de ganar guita”, le explicó a esa revista que los nostálgicos amantes del deporte tanto extrañan. Sí, era un buscavidas Accavallo.
Libró una dura pelea con la pobreza y llegó a la cima del mundo con la fuerza de sus puños.
Probó suerte en el fútbol. Él mismo se definió como “un jugadorazo”. Zurdo, número 10, habilidoso, chiquito. Muy chiquito. Medía apenas 1,57 metro y pesaba algo más de 50 kilos. Dicen que su diminuta contextura física hizo que le bajara el pulgar Juan Carlos Giménez, Cacho, notable defensor de Racing y luego maestro de varias generaciones de pibes formados en las divisiones inferiores académicas. Accavallo tenía otra versión: “Un día largué. ¿Saben por qué? Porque en el fútbol hay miles de jugadores y si llegás a algo, siempre vas a tener diez compañeros. En cambio, en el boxeo estás solo, es toda la gloria -y la guita- para vos…”.
UN GRANDE
Cuando decidió que su futuro -y su destino- debía confiárselos al boxeo, demostró rápidamente que había escogido bien. Aunque era zurdo, sabía cambiar la guardia y pararse como diestro. Se trataba de una señal inequívoca de la exacta combinación de inteligencia y picardía para aprovechar cualquier situación sobre el ring. Tanto es así que, si una pelea se complicaba, sabía que debía dejar todo en los 20 segundos finales de cada round para impresionar a los jurados. Esos atributos, sumados a la guapeza y la fuerza de sus puños hicieron de Accavallo una figura del noble deporte de los puños.
Desde su debut, el 21 de septiembre de 1956 con triunfo sobre Emilio Ávila, edificó una carrera que se resume en 75 victorias, 34 de ellas por nocaut, 2 derrotas (una antes del límite) y 6 empates. Roquiño, tal como lo apodaban, jamás perdió un combate en la Argentina. Sus únicos traspiés fueron en Italia (en 1959 contra el local Salvatore Burruni) y en Japón (en 1967 a manos del nipón Kiyoshi Tanabe). Tuvo la oportunidad desquitarse de Burruni, ya que en 1965 le ganó en el Luna Park y le interrumpió una seguidilla de 62 éxitos en cinco años.
El 1 de marzo de 1966 tocó el cielo con las manos al vencer por puntos a Takayama en una dura pelea en Tokio.
Cuando no le quedaban rivales para enfrentar en el ámbito local, partió hacia Europa. Pasó un año en Italia. Peleó diez veces y solo sucumbió en la última contra Burruni, a quien, además, le había ganado la primera de esa larga excursión iniciada en 1958. Regresó al país y en 1961 consiguió el título argentino de peso mosca contra Carlos Rodríguez y el sudamericano frente al uruguayo Horacio Júpiter Mansilla. Los dos combates tuvieron lugar en el Luna Park, cuyas tribunas se llenaban de hinchas que aplaudían a ese hombre de talla pequeña y enorme fiereza.
LA OBRA CUMBRE
A su carrera solo le faltaba una pelea por el título del mundo. La oportunidad le llegó el 1 de marzo de 1966, por la corona de los moscas, que estaba vacante. Viajó a Japón para vérselas con Takayama en el Nippon Budokan, de Tokio. En realidad, debía vérselas con Hiroyuki Ebihara, quien no pudo combatir por una lesión. Entonces, se decidió que midiera fuerzas con Takayama. ¿Por qué ese rival? Porque, al igual que el argentino, le había ganado a Burruni, el campeón a quien habían despojado de su cetro por no exponerlo contra los mejores del ranking.
A Accavallo le costaba mucho dar el peso de la categoría. El límite de 50,800 kilos lo obligaba a hacer enormes sacrificios. ¡Justo a él le iban a hablar de sacrificios! Si se había pasado gran parte de su vida librando una desigual pelea contra la pobreza, qué le costaba exponerse nuevamente a los retos que le planteara el destino. Estaba dispuesto a todo para ser campeón. Debía limitar su ingesta a una dieta líquida y casi no podía tomar agua. Cuando tenía sed se mojaba los labios con un algodón húmedo…
Tenía una curiosa costumbre Roquiño: recién se ponía el protector bucal cuando sonaba la campanada del primer asalto. Cumplió ese rito y al darse vuelta para dirigirse al centro del ring se encontró con un furioso directo al mentón. Takayama, un bravo peleador, entendió que la mejor defensa era el ataque y que el que pegaba primero, pegaba dos veces. Dejó aturdido al argentino, a quien le costó reaccionar. En su combate más importante, no podía darse el lujo de dejar que su oponente hiciera el gasto inicial para luego responder. Debía concentrarse en sobrevivir…
La tapa de la revista El Gráfico da cuenta del triunfo de Roquiño.
Le tomó un par de asaltos recuperar la compostura. Cuando lo logró, sacó a relucir su clásico repertorio. Buscar con jabs un lugar para su mortífera zurda, pero sin arriesgar más de la cuenta. El trabajo arduo lo tenía que hacer el japonés. Accavallo apostaba fuerte en los últimos segundos de cada round para ganarse a los jurados a la hora de calificar. En el cuarto episodio empezó a demostrar una marcada superioridad y en el quinto se lanzó con todo y con un par de ganchos hizo blanco en el estómago de Takayama.
Apuntar a la región central del cuerpo perseguía un claro objetivo: minar la resistencia física de su adversario. El japonés, también zurdo, soltaba andanadas muy francas y le dejaba espacio al argentino para meter sus réplicas. La bravura del boxeador local emparejó las acciones. Los intercambios de golpes mantenían el suspenso. Accavallo dejaba mejores impresiones porque sus impactos parecían causar más daño de lo que provocaban los de Takayama. Claro, como la estrategia del argentino había surtido efecto, el asiático había acumulado un cansancio que lo hacía fallar más de la cuenta.
Al cabo de 15 rounds, las tarjetas definieron el triunfo a favor de Accavallo por puntos en fallo dividido. El jurado estadounidense Nick Pope vio ganador a Roquiño por 73-69, el argentino Eloy González hizo lo propio por 74-66 y el japonés Ko Toyama se inclinó por su compatriota por un apretado 71-70. El título quedó en manos de ese buscavidas que ya le podía gritar al mundo su orgullo de campeón de peso mosca.
Sagaz hombre de negocios, tuvo una cadena de casas de artículos deportivos.
Defendió tres veces su corona y se retiró victorioso. Incursionó en varios emprendimientos comerciales, el más conocido fue una casa de deportes con varias sucursales que llevaba su nombre. Siempre mostró picardía y astucia en el manejo del dinero. Había aprendido mucho de esos días de compra y venta de mercadería acumulada en ese carro tirado por un caballo muy flaco. Quedó en la historia como el segundo campeón mundial que tuvo el país luego de la coronación de Pascual Pérez en 1954.
Víctima del mal de Alzheimer, murió el 14 de diciembre de 2022 a los 87 años. Su vida se apagó justo el Día del boxeador, fecha instituida por la histórica presentación de Luis Ángel Firpo, El Toro Salvaje de las Pampas, en 1923. Quizás se haya tratado del mejor homenaje que el destino le pudo tributar a Accavallo, el buscavidas que llegó a ser campeón del mundo.
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