UN PRESIDENTE DEL ESPLENDOR A LA INEXISTENCIA

Alberto Fernández es un primer mandatario conmovedoramente solo, como no existe memoria de otro en la Argentina

Joaquín Morales Solá

De vez en cuando, su voz cascada surge desde una radio para recordarnos que hay un presidente en el país. Últimamente, Alberto Fernández suele reiterar que ha sido (habla en tiempo pasado) un presidente honesto. “No me he llevado nada”, dijo en un reciente reportaje radial, como si ese fuere el único inventario que puede hacer frente a los argentinos. Es cierto que no existe ninguna denuncia penal por corrupción contra él cuando faltan apenas cinco meses para que concluya su mandato. Pero ese no es un mérito; es un requisito. Sin embargo, es él mismo quien también subraya que “los argentinos saben que la política muchas veces no fue honesta”. ¿Se refiere a las muchas denuncias sobre corrupción en los tres mandatos anteriores del kirchnerismo (uno de Néstor Kirchner y dos de su esposa) que se ventilan en los tribunales? La alusión es implícita, aunque nunca será él quien la haga explícita. “Alude a otros también”, descifran a su lado.

Es un presidente conmovedoramente solo, como no existe memoria de otro en la Argentina. Se esfuerza, además, en ponderar los resultados de una gestión que nadie aprueba. Tiene una imagen negativa mayor que la de Cristina Kirchner y una intención de votos menor que la de ella. Está en el peor de los mundos. Los albertistas de la primera hora (ya no existe el albertismo de última hora) explican que la culpa de que el peronismo siga atrapado por el cristinismo tiene nombre y apellido: “Se llama Alberto Ángel Fernández”, dicen quienes creen que el mandatario pudo liderar una renovación del peronismo con el apoyo de gobernadores e intendentes de ese partido. Los decepcionó, como decepcionó a casi todos los amigos, conocidos o interlocutores que tenía antes de llegar a la jefatura del Estado. En verdad, su historia es la historia del camino no tomado o, para decirlo de otra manera, la historia de la victoria de Cristina Kirchner en un combate en el que ni siquiera tuvo un antagonista. Quizás porque le debe a ella un cargo que jamás soñó que ocuparía o porque temió que su vicepresidenta desestabilizara el gobierno que teóricamente conduce, lo cierto es que Alberto Fernández aceptó la inédita anomalía institucional que prevaleció durante casi cuatro años. La anomalía consiste en que la vicepresidenta tiene más poder real que el mismo presidente. Si bien la historia argentina está llena de ejemplos de presidentes que tuvieron una relación tensa con el vicepresidente, nunca antes se registró un caso en el que los roles se invirtieran de manera tan evidente. “Una resistencia de él hubiera hecho inviable el cuarto mandato kirchnerista y hubiera apresurado el regreso de la derecha al poder”, justifica uno de los pocos políticos que lo siguen frecuentando. De hecho, aceptó en silencio el veto de la vicepresidenta a su candidatura a la reelección, derecho que todo presidente tiene si es que quiere usarlo. Alberto Fernández quería ser candidato, pero Cristina dijo que ya era suficiente. Basta de Alberto Fernández. En tiempos recientes, cuando ya Cristina Kirchner les mostró a todos quién manda, el Presidente se da el lujo de una pequeña rebeldía: no habla con ella. O la llama por teléfono solo en circunstancias muy excepcionales.

El Presidente pondera los resultados de una gestión que nadie aprueba

Alberto Fernández no se sorprende de nada, ni siquiera del protagonismo que tomó Sergio Massa. Desde que llegó al Ministerio de Economía, Massa, ansiosamente ambicioso, parece ser el presidente de la Nación. Tanto es así que existe una dura acrimonia que se repite en el mundo de la política: Massa, dicen, es candidato a la reelección presidencial, cuando todos saben que nunca antes fue presidente. El Presidente lo conoce al ministro. Fue el jefe de campaña de Massa en las elecciones presidenciales de 2015, cuando este dividió el voto peronista. “A Massa solo le importa lo que dicen las encuestas”, contó cuando lo dejó al actual ministro de Economía y se fue con Florencio Randazzo, que ya se había arrepentido de su anterior cristinismo. Ahora, ni Massa ni Randazzo figuran en el radar de sus afectos políticos. Los últimos dos desencantados fueron Felipe Solá y Daniel Scioli. Alberto Fernández preservó siempre la relación con Solá, aun en los tiempos en que este era un enemigo del kirchnerismo, pero lo despidió de mala manera como canciller cuando necesitó hacer un mínimo gesto de autoridad ante Cristina Kirchner. Necesitaba ponerlo a Santiago Cafiero al frente de la política exterior, luego de que Cristina Kirchner lo impugnara severamente como jefe de Gabinete. A su vez, Scioli fue candidato presidencial porque Alberto Fernández lo instigó a que fuera y a que se enfrentara con los designios electorales de Cristina Kirchner. Esa inverosímil sublevación de los dos concluyó cuando Alberto Fernández aceptó un acuerdo con su vicepresidenta. Scioli se enteró por terceros de que ya no era candidato presidencial. Fue el instante en que Massa apareció y se adueñó del espacio que conforman el peronismo y el kirchnerismo.

Fue el momento también en que comenzó el definitivo eclipse del Presidente. Es Massa el que decide qué medidas económicas aplicará el gobierno de Alberto Fernández. El ministro es el único interlocutor político con el Fondo Monetario; es también el funcionario que acaba de aceptar una devaluación hecha a trancas y barrancas, decisión que el Fondo le venía reclamando desde hace tiempo a la administración de Alberto Fernández. Es Massa el centro de las críticas de productores rurales y de los importadores porque, dicen, esa devaluación del peso es parcial, no le conviene a ninguno y, encima, le agrega más trámites burocráticos para acceder a los dólares que los que imaginó la desaparecida Unión Soviética. Solo en la cabeza de Massa podía germinar la idea de que la presencia de la Policía Federal en las calles del microcentro sería una herramienta eficaz para bajar el precio del dólar paralelo. El dólar siguió subiendo y esos aumentos condicionarán la inflación de los próximos meses. Cuando Massa habla en público, jamás aclara que sus decisiones las consultó con el Presidente.

Dicen los que conocen a los personajes en danza que si Massa fuera el próximo presidente, llegará también el momento en que Cristina Kirchner extrañará a Alberto Fernández. El rumor que más circula en la política es el que indica que un eventual mandato de Massa terminará para siempre con el liderazgo peronista de Cristina Kirchner. Interlocutores de Massa confirman esas murmuraciones. “Sergio vio de cerca cómo Cristina lo trató a Alberto mientras este era cada vez más sumiso. Esa historia no se repetirá con él”, aseguran. Con todo, es la propia Cristina Kirchner la que cree que la peor traición le vino de Alberto Fernández y no de Massa, a pesar de que este fue el candidato que en 2013 sepultó su ambición re-reeleccionista. “Massa nunca estuvo en mi casa ni se acostó en la cama de mi hijo. Alberto sí lo hizo. Es el peor de todos”, acostumbraba a explicar Cristina antes de que el pánico de otra derrota electoral frente al macrismo en 2019 la empujara a perdonarlos a los dos. Un perdón oportunista y pasajero, como son todos los perdones de la expresidenta.

Tal vez el instante en que Alberto Fernández entregó su gobierno haya sido cuando acató la decisión de Cristina y despidió a su primera ministra de Justicia, Marcela Losardo, amiga entrañable y antigua socia del Presidente en su estudio jurídico; Losardo tiene excelentes vínculos con jueces y con las asociaciones de magistrados. La seriedad de esos vínculos le impedía a la exministra presionar a los jueces para beneficiar a Cristina Kirchner. Pecado sin perdón para Cristina. Alberto Fernández nombró en su lugar a Martín Soria, que no conoce ni a los ordenanzas de los tribunales, y que cree, para peor, que la mejor manera de ejercer su cargo es faltándole el respeto a la propia Corte Suprema de Justicia en la cara misma de sus miembros. Los resultados de su gestión son realmente pésimos.

Con todo, los peores furcios de Alberto Fernández los cometió en temas de política exterior; los errores no tienen enmiendas posteriores en esas esferas. Y jamás acertó en política económica, aunque debe consignarse en cualquier examen que le tocaron la pandemia (que él agravó con una cuarentena eterna) y la más importante sequía del último siglo. Inauguró su mandato siendo un presidente muy popular, pero tales resplandores se fueron apagando hasta su extraordinaria ausencia política actual. Lo que se ve ahora es solo un presidente sin agenda, sin ambición y sin ego.

Joaquín Morales Solá

LA NACION

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